El científico y escritor Andrew J. Smart ilustra uno de los grandes problemas del ser humano en el siglo XXI: la necesidad autoimpuesta de estar permanentemente ocupados. El ocio es el enemigo, algo que nos detiene en la conquista de nuestros objetivos y que puede acabar con nuestro bienestar material. Sin embargo, el esfuerzo continuo no nos hace más felices, ni siquiera nos permite conseguir mejores resultados.
Smart explica desde un punto de vista neurológico –aderezado con observaciones literarias y filosóficas– por qué deberíamos dedicar al menos una hora al día a no hacer nada. La poesía de Rilke y la gravitación universal de Newton son ejemplos de las virtudes del ocio; la red neural por defecto, constituida por distintos nodos, su base. Esta red interviene en los momentos en que se deja vagar la mente o se sueña despierto. Su actividad aumenta cuando no hacemos nada, también cuando centramos nuestra atención en nosotros mismos y nos entregamos a la introspección; y disminuye cuando se ejecutan tareas inducidas externamente. La red neural por defecto da sustento al autoconocimiento, los recuerdos autobiográficos, procesos sociales y emocionales y también a la creatividad. Nos permite procesar información vinculada con relaciones sociales, nuestro lugar en el mundo, nuestras fantasías respecto al futuro y –por supuesto- las emociones.
Hace tres décadas, el prestigioso especialista en neurociencias György Buzsáki descubrió un patrón específico en el hipocampo, la parte del cerebro responsable de la memoria. Este patrón se denomina ondulación de onda aguda y es el encargado de consolidar nuestra memoria reciente y fusionarla con el conocimiento ya existente. “El truco es que estas ondulaciones ocurren exclusivamente en estados en los que nuestro cerebro se ‘desconecta’, tales como el sueño, pero también cuando nos despertamos relajados, comemos o bebemos”, dice. “Muchos artistas y científicos creativos han notado que sus momentos creativos ocurren en una ‘zona crepuscular’, cuando las ondulaciones de onda aguda son abundantes”.
Durante siglos, se pensó que el desarrollo tecnológico permitiría al ser humano disponer de más tiempo libre. “Los radicales del siglo XIX como Marx o Bakunin apostaban por una sociedad basada en el ocio”, recuerda Smart. “Economistas mainstream como Keynes pensaban que hoy en día tendríamos una jornada laboral mucho más corta, y Oscar Wilde escribió que los pobres debían ser liberados por las máquinas”. Sabemos perfectamente que no sólo no trabajamos menos, sino que la tecnología ha provocado que dediquemos las veinticuatro horas del día al trabajo a diversos compromisos familiares y sociales y a consultar las notificaciones del móvil.
Hay un interés detrás de todo ello, sugiere Smart. “Las largas horas de trabajo benefician a la élite de varias maneras –consiguen convertir el valor de nuestro trabajo en beneficio–, mientras estamos intentando trabajar todo lo posible no nos organizamos, algo que siempre ha sido una amenaza a sus intereses”. Otra contrapartida: “Previene el pleno empleo porque siempre puedes amenazar a los empleados con el desempleo por trabajar lo justo, pero si todos trabajásemos menos horas podríamos emplear a todo el mundo”. ¿La paradoja inherente a todo ello? “Si sólo trabajásemos unas pocas horas al día, seríamos tan productivos o incluso más que si lo hiciésemos diez horas al día”. Todo esto, naturalmente, afecta a nuestra salud mental, cuando menos sientes que controlas tu vida (entre otras cosas por las obligaciones externas y la falta de ocio), mayor es la probabilidad de depresión.
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