jueves, 19 de abril de 2018

El azar, como los sentimientos, es una obra de arte que se decapita a cada instante.

Estoy nervioso, ya noto el petricor acercándose, reclamando el cielo. Voy a la cocina a por un vaso de agua y me trago otra pastilla. Después de la operación el neurocirujano me aseguró que tenía mucha suerte de seguir vivo, pero que había sido un éxito y no notaría cambios. Sin embargo mi percepción de las cosas ha cambiado, ahora todo va demasiado rápido, me siento lento, obtuso, como si mi mente estuviera inmersa en el fango y le costase funcionar. Me tumbo con cuidado en la cama y te acaricio el pelo. Si no fuera por ti no hubiera podido superar los primeros meses. Otra mujer quizás no hubiera aguantado tanto, pero tú has estado siempre ahí. Por eso prefiero no despertarte, debo superar esta tormenta yo solo, demostrarte que lo estoy consiguiendo, que podemos superarlo. Vislumbro un relámpago, cuento los segundos… uno, dos, cinco, diez… la tenemos casi encima. Ya noto como empieza la migraña. Si solo fuera eso podría soportarlo, pero luego llega ese ruido dentro de mi cabeza, una especie de pitido, como un dial mal sintonizado. Me pongo los cascos del iPod e intento taparlo subiendo el volumen al máximo, pero es imposible, sigue ahí, progresando como un topo dentro de mi cerebro.

Maldito accidente. Las imágenes vuelven: todos riendo, la tormenta, ese rayo cayendo cerca de nosotros, perder el control del coche, masa encefálica sobre el salpicadero, el olor a quemado de los cuerpos… Sigo vivo gracias a una placa de metal en la sien. Pero el dolor siempre está ahí, un dolor frío, apelmazado, azul metálico. Por la noche, en sueños, me rasco esa parte de la cabeza y siempre amanezco con la almohada manchada de sangre. Los médicos dicen que es un dolor psicosomático, que la operación salió bien, que no hay ninguna razón para mis síntomas. Pero sé lo que siento. Y cuando hay tormenta todo se agrava. El pitido resulta tan enloquecedor que me entran deseos de quitarme esta puta placa y meter mis dedos en mi cerebro, hurgar en la herida, escarbar hasta que no quede nada.

Me levanto de nuevo y tomo dos pastillas más. Llevo demasiadas pero no me importa. El pitido es como un hierro al rojo vivo atravesando mi cerebro de lado a lado. Dos truenos más, la tormenta está justo encima de mí. Me siento como si no hubiera conseguido salir de ese coche, y siguiera allí, sangrando, con la mente rota, esperando la muerte mientras la lluvia repiquetea a mí alrededor. El dolor aumenta, un sabor agrio sube por mi garganta, la náusea me agarrota. No puedo más, no lo soporto, empiezo a golpear la pared con los puños, con la insana idea de distraer al dolor con dolor. Noto como alguien intenta sujetarme, pero un filtro rojo se acomoda delante de mis ojos y el mundo dobla su bolsillo y me esconde dentro. El pitido lo cubre todo, no puedo luchar contra él. Escucho gritos de fondo pero estoy en otro lugar. Aprieto, golpeo, hasta que el estertor se convierte en silencio.

Me despierto de golpe. La tormenta ha pasado, se filtran los primeros rayos de sol a través de la cortina. Siento el peso de tu cuerpo sobre la cama y te recuerdo ayer, justo aquí, cuando entre risas me pedías mudarnos a un desierto: “Allí nunca llueve –me decías-, pero nuestro amor jamás se secará”. Cierro los ojos y empiezo a llorar.

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