Es una noche calurosa de verano. Mi barrio apesta a ruido, a
humanidad de guetto: gritos, risas, portazos, coches con la música demasiado
alta pasando demasiado rápido, niños que no pueden dormir, como perros sin
dueño ladrando su histeria. La precariedad nítida a los sentidos, como las
flores de nieve para Hans Castorp. Mientras dilapido la segunda cerveza de la
noche pienso en Susana, esa compañera que al verme alicaído en el trabajo me ha
abrazado al despedirnos. Fue la misma que dijo que mis textos transpiraban
misoginia. Yo le hablé de un pertinente homenaje a Bukowski, pero no volvimos
juntos a mi casa. Las mujeres, bueno, cada uno tiene sus creencias, yo comparto
aquello de que son demasiado volátiles, que la mayoría primero se muestras
cálidas, como una catedral de carne en tu honor, para luego, cuando ya te han
atrapado entre sus piernas, despedazar tu yo más profundo, ansiosas por convertirte
en lo que necesitan. Mi única fortaleza es huir, mantenerme alejado; pero,
¿cómo hacerlo? Están en todas partes, contoneándose como un diapasón cachondo.
Intentando eludirlas solo consigo obsesionarme más con ese reino estrecho y
húmedo, ese perfecto ataúd de carne donde la
Naturaleza exige que volquemos ríos blancos de fertilidad hedionda.
Con la cuarta cerveza no sé si sentirme como un pájaro en una
tierra de gatos hambrientos, o levantarme y emular a Travis Bickle delante del
espejo. Creo que estoy deprimido, lo cual, como diagnóstico, ya es un avance.
La depresión, la pandemia del siglo XXI, agotamiento, malestar psíquico que
hace que todo parezca una mierda, esa abulia que se mantiene día tras día,
emponzoñándolo todo. Si fuera una mujer podría llorar un rato antes de
acostarme y achacarlo al síndrome premenstrual, sin embargo, atrapado en mi rol
de género, lo único que se me ocurre es masturbarme y acostarme lo
antes posible. Bajo un poco el volumen de la playlist de música clásica y abro
un par de páginas de pornografía hardcore.
Estoy seleccionando varios vídeos, a cada cual más depravado,
cuando suena el timbre de la puerta. Miro la hora: 02:45 de la madrugada,
¿quién cojones se atreve a llamar a estas horas? Espero unos segundos, quizás
se hayan equivocado. Pero siguen llamando con insistencia. Roto el embrujo de
mi soledad me levanto y abro la puerta, y, como un perfecto deux ex machine,
aparece en el umbral mi querida Carla, con esa sonrisa desquiciada de colegiala
inocente y perdida. La
observo en el umbral: carmín espeso, ojos extraviados, falda corta acompañado
de un destello de braga roja, dos coletas de pelo rubio lacio. Con un gesto
señala la botella de Absolut Vodka que lleva en la mano, me da un beso largo con lengua y entra en mi casa.
Carla… nos conocimos a través de internet, en un chat de
BDSM. Antes era muy aficionado a eso, conectarme por las noches, contar
historias a ras del teclado, quizás alguna llamada de teléfono subida de tono. Con
ella fue todo distinto, más rápido, más fluido. Los dos vivíamos en Madrid, y
cuando nos decidimos a quedar en persona ya sabíamos cómo iba a terminar la
noche. Después de varias semanas quedando me juró que sus traumas adolescentes
no le impedirían mantener una cierta lealtad en nuestra relación. Esa fue la
etiqueta que eligió para identificar lo que quería conmigo. Todo iba demasiado
rápido, y aun así, a pesar de la diferencia de edad, de las alarmas sonando en
el costado derecho de mi cerebro, bajé la guardia. Claro que sabía que solo
éramos follamantes, que la obsolescencia sentimental caería sobre nosotros y que pronto
se aburriría de estar con un tipo que prefería pasar los fines de semana en
casa rodeado de libros y alcohol antes que salir al exterior.
Pero la lógica quedó obnubilada por su cuerpo de avispa tatuado, por su bolso de Poe, por esos veintitrés años de vitalidad y su forma de beber, bailar, follar, hablar, reír, moverse, en definitiva: de vivir. Pero todo tiene un final, y cuando un año más tarde le monté un número de adolescente inepto, tragicómico, en un bar, porque había descubierto que se estaba follando a otro, ella, con total displicencia, me dijo que lo sentía pero que la vida seguía y bla, bla, bla… la falta de empatía en un discurso de ruptura es como la música de ascensor, algo desagradable, manido y vulgar, que te desarma nada más empezar.
Pero la lógica quedó obnubilada por su cuerpo de avispa tatuado, por su bolso de Poe, por esos veintitrés años de vitalidad y su forma de beber, bailar, follar, hablar, reír, moverse, en definitiva: de vivir. Pero todo tiene un final, y cuando un año más tarde le monté un número de adolescente inepto, tragicómico, en un bar, porque había descubierto que se estaba follando a otro, ella, con total displicencia, me dijo que lo sentía pero que la vida seguía y bla, bla, bla… la falta de empatía en un discurso de ruptura es como la música de ascensor, algo desagradable, manido y vulgar, que te desarma nada más empezar.
Y sin embargo aquí la tengo de nuevo en mi habitación, tres
meses después, bebiendo a morro de la botella, seguramente puesta de pastillas,
o de algo que la tiene aceleradísima, mirando sin disimulo a su alrededor, quizás
buscando cambios. Rachmaninoff suena muy bajito de fondo. Todavía no hemos
cruzado ninguna palabra. Antes también era así, forma parte de nuestro juego,
la idiosincrasia habitual. Alarga la mano y me ofrece la botella de vodka. Dudo
durante unos segundos, pero el gesto parece la pequeña y tonta coartada de algo
que ya quedó decidido cuando abrí la puerta. Cojo la botella, le doy un buen
trago, y luego, muy despacio, me bajo los pantalones y los calzoncillos, y escancio un poco
sobre mi polla. Sus ojos vibran, cae de rodillas delante de mí y masajeándome
con ternura los cojones se la mete casi entera en la boca. La agarro del pelo
para sentir su garganta al ritmo adecuado. La racionalidad se esfuma, solo
queda el placer puro, la crisálida de la nada. Después de un raro la aparto, le
bajo la falta y las bragas, y, disfrutando del momento, me arrodillo a orar
entre sus piernas. Siempre me ha encantado el milagro intrínseco de un coño, cómo
se humedece cuando mis dedos acarician su contorno y mi lengua se introduce en
él, penetrando ese espacio, bosquejando su clítoris, jugando, zambulléndome una
y otra vez; hay algo sagrado en poseer a una mujer así, como si durante unos
minutos consiguieras equilibrar la entropía que te rodea.
Sigo masturbándola con la lengua hasta que se corre entre
gemidos entrecortados. Ahora me toca a mí. Le doy la vuelta y se la meto con
dureza. Es como estar dentro de las entrañas de una flor azul, sórdido y
delicado a la vez. Me doy cuenta, resentido, que todavía la echo de menos, y
empiezo a insultarla y a follármela cada vez con más saña. Ella lo disfruta, me
obliga a cambiar de postura y me empieza a montar, sus uñas en mi espalda son la mejor marca de empoderamiento femenino. Hay una corriente de rencor animal
entre nosotros, como si necesitásemos desquitarnos por algo. Algún vecino ingrato
golpea la pared, quizás quejándose del ruido. Levanto a Carla y la empotro
contra esa misma pared. Sus piernas acarician el vacío, el mundo gira cada vez
más deprisa, nuestros gemidos son gritos de poesía, nuestro placer ecos de
conquista y muerte. Lo vamos a conseguir… sí… ¡sí!... ¡SÍ! Su coño empieza a
contraerse, Carla me muerde el labio y el sabor metálico de la sangre se mezcla
con su saliva. Nos corremos como salvajes en una fiesta pagana, implosionando
en la voladura incontrolada de su coño. Después de un par de embestidas nos desplomamos
sobre la cama.
Al rato giro la cabeza y la contemplo: sigue ahí, respirando
lentamente, muy quieta, con los ojos cerrados, lo mejor de mí secándose en su
interior. La guerra ha terminado. Y sin moverme, observo expectante su cuerpo
endiosado, sintiéndome como una pared enamorada, contando los segundos antes de
que su mirada me derribe por completo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario