Algunos afirman que nuestra memoria es imperfecta y solo nos restituye aquello que no puede destruirnos. Excepto para los poetas. Ellos fuerzan la restitución perfecta del dolor, adentrarse en el bosque de huesos y abrazar los cristales. En todo lo demás son unos cobardes, se convierten en mesías paranoicos escondidos debajo de la cama, no soportan la visión de sus semejantes, y carecen de la dignidad de brindar con la cicuta de Sócrates.
La paradoja deviene cuando para escribir hay que salir al exterior, convertirse en un flâneur del horror, de la falta de conciencia de clase, de ese cisne que muere en mitad del lago mientras Bukowski apura su última cerveza caliente, de los buitres del alma, del escupitajo al mendigo, de esa ecografía con manchas negras, de las heridas del sexo solitario. Y al volver NECESITAS verter todo ello en la página en blanco, porque esa es la única vocación que has conseguido inventar. Y cuando llamas al servicio de habitaciones del manicomio para quejarte, nadie contesta. Y solo queda la grotesca mordida del escarabajo kafkiano, la cafeína, el vodka, la sombra de una manzana muerta, las nubes con forma de tic-tac abandonado, la periferia con su piano desafinado, la ropa que cuelga en el balcón de enfrente desde hace semanas y que ensucia de miedo tus encías. Y nada cambia con el portazo de la musa desdeñosa, comienza de nuevo el rito, el bucle en el que estás atrapado. Solo queda mirar al cielo y comprobar, como ya sabías, que ya no es azul.
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