Sentía frío e intenté abrocharte
la risa. Pero tú me diste la espalda, ya tenías tu propia bufanda de piel y
huesos rodeándote el corazón. Así eras tú: hermoso animal violento. Demente sequía.
Puta y lisérgica gangrena. Querías violar a Dios, arrancar su alma fraudulenta
y fotocopiarla en blanco y negro para luego distribuirla por cementerios y
orfanatos. Y planeabas el asedio entre volutas de humo blanco, vino tinto y
paredes con vocación de cuchillo. Por las noches jugábamos a preguntas y cicatrices:
¿Eres señuelo o decepción? ¿Cuál es tu dolor favorito? ¿Cuántas veces te
cortaste pensando en mí? ¿Es tu coño la única lucidez de esta habitación? ¿Somos
el ridículo infierno de una mosca follándose la nada?
Pero te fuiste. Los
arboles golpeaban con sus ramas mis botellas. Todo estaba repleto de mierda. Había
afonía y cada segundo se confabulaba con la muerte para parecer eterno. Tu recuerdo
era una gotera de sangre desde el ático de mi neurosis. No me atrevía a mirarme
los escombros en el espejo. Intenté disfrazarme de ciudad de papel, pero estaba
claro que los abismos habían despertado en mi boca y ya no iban a parar. No
quedaban muchas opciones: con una sonrisa salté y la gravedad dibujó mi
menstruación con bastante talento sobre el asfalto.
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