Era una típica noche en mi
barrio. Acababa de llegar de trabajar. Pensaba en esa mujer talentosa que me
había ofrecido su abrazo, aunque en el fondo lo que yo quería era su coño. Confundir
el amor con el sexo, como si fuéramos pájaros en una tierra de gatos. Tener
dudas y quedar lastrado para todo lo que crees que no puedes conseguir. Así era
yo. No tenía cojones. Tampoco quería enfrentarme a la realidad de mi ser, o más
bien inanidad, no quería esforzarme en justificar mi vida y actuar de acorde a
los anhelos sociales habituales. Era frustrante, pero al menos tenía la botella
de vino para doblegar la sonrisa del coyote. Algunos utilizaban el Arte para
sobrevivir, yo me limitaba a masturbar el fraude y vomitar idiosincrasia en
privado.
Como decía era de noche,
sobre las tres de la madrugada, colapsado por la anorgasmia existencial
habitual, cuando de pronto sucedió: un hombre en pijama pasó por delante de mi
ventana y chocó con estrépita tosquedad contra la calzada. Gritos. Una mujer,
seguramente la culpable de que se hubiera vuelto loco hasta ese extremo, salió
llorando del portal de enfrente. Me asomé a la ventana. Quizás sobreviviera,
todavía respiraba. Un pequeño hilillo de sangre florecía, como la sonrisa de
Dios, sobre el asfalto. Alguien avisó a una ambulancia. Alguien aprovechó para
robarle la cartera.
Media hora después todo
seguía igual. En el fondo tenía aquí a unos genios por necesidad: el
capitalismo, la sociedad de consumo, no nos quería felices, nos empujaba a
estar frustrados, airados, insatisfechos. Provocaba en nosotros la necesidad de
comprar cosas, chutes de adrenalina que duraban poco. Y nos tenían atrapados,
yonquis del consumo, formando un paisaje aberrante en el centro comercial. Aquí
al menos sólo había hedonistas viviendo el presente puro, eludiendo planes de
futuro, ajenos a conceptos como la autorrealización personal y la
transcendencia, como esa mujer, escarchando las lágrimas gracias al volumen
excesivo del televisor.
Las mujeres. Oh, sí. No me
avergonzaba reconocer que tenía miedo de intimar con ellas, de hacerme valedor
de sus sentimientos. Todo era tan arriesgado. Veleidades ciclotímicas, molinos
de viento que mutaban con excéntrica ferocidad. Pelo, vestuario, peso, gustos,
amantes. Primero se mostraban cálidas, pero cuando te habían atrapado entre sus
garras te despedazaban, mutilaban tu yo más profundo ansiosas por convertirte en
lo que ellas necesitaban. Mi única fortaleza consistía en huir, pero, ¿cómo
hacerlo? Estaban en todos lados, contoneándose, cimbreando sus piernas al ritmo
de un diapasón cachondo. No, estaba jodido. Intentando eludirlas sólo conseguía
obsesionarme más con ese reino estrecho y húmedo, ese perfecto ataúd de carne donde
la Naturaleza exigía que volcásemos ríos blancos de fertilidad hedionda.
Mi cerebro desollado por
esa imagen, esa necesidad. Comer coños. Comer coños. Comer coños. Jugosos,
deslizando mis dedos por su contorno, introduciendo un dedo, dos, tres,
penetrando, horadando, ocupando todo ese espacio. Había algo milagroso en ello.
Hasta las más recalcitrantes clitorianas se desbordaban con un par de dedos
dentro de ellas. Y jugar con la lengua, bosquejar en su clítoris un par de
pinceladas al estilo Van Gogh, fintar, zambullirme, atacar de nuevo. Era una
guerra donde tenías que darlo todo, relampaguear, poseerlo con fuerza dentro de
la boca…
Los perros empezaron a
aullar en la calle, la temperatura global subió cinco grados, se empezaron a
detectar temblores de tierra en todo el planeta: el monstruo púrpura había
despertado. Eché otro trago y alargué la mano. Resultaba insólito que con la
vida decadente que llevaba todavía fuera capaz de tener una erección. Anhelos,
¿era tan difícil encontrar una dama de madurada ninfomanía monógama, tener una relación
sana de cierta consensuada ternura…?
Entonces, Deux ex machine,
llamaron a la puerta y apareció Carla. Habíamos discutido hacía más de un mes. Pensé
que era definitivo, que no iba a volver a verla. Pero. Pero. Pero… Carla era
demasiado para mí. Un coño excesivo. Demasiado joven. Demasiado loca. Ese tratamiento
de electroshock que padeció con dieciocho le había alejado demasiado de la
humanidad. La observé en el umbral: carmín espeso, ojos extraviados, falda
corta acompañado de un destello de braga roja… Pero sabía como manejarme, y con
un gesto señaló la botella que había dejado en el suelo. Absolut Vodka.
Demonios, me tenía pillado por los huevos.
Rorschach: “El amor no es
eterno, pero nos hace eternos a nosotros.”
Carla: “Déjate de
gilipolleces, he venido a follar. Escúpeme en la boca.”
Nuestros diálogos siempre estaban
repletos de amor.
Entró en mi habitación. Sus
tacones eran tambores de guerra. Rachmaninoff sonaba de fondo, hundido,
humillado. Algo hizo click en mi cerebro. Me abalancé sobre ella con ansiedad
de violador. Aparté sus bragas e intenté metérsela. Gimió de dolor: todavía era
ceniza ahí abajo. Di un largo trago a la botella y escancié un poco sobre mi polla.
Sus ojos vibraron, me la cogió por la base, masajeándome con ternura los
cojones, y se la metió casi entera en la boca. Tenia esa intuición de puta y al
rato empezó a mirarme fijamente. Que te miren cuando tienen lo más precioso y
bello de tu vida en la boca es lo que permite que nazca el sentimiento. Le di
una bofetada y la cogí del pelo para sentir su garganta al ritmo adecuado. Ese tipo
de mujeres son una enfermedad, se meten dentro de ti y no hay cura posible,
solo resta zambullirte en el accidente con sonrisa de loco. Al rato me cansé,
le di la vuelta y se la metí con dureza. Era como estar dentro de las entrañas
de una flor azul, algo sórdido, pero con cierto poso de extraña delicadeza.
Éramos dos seres feos,
ajenos, nuestro placer tenía ecos de conquista, muerte y asesinato. Era como
bregar con lo imposible. Pero sabíamos follar. Cuando estaba a punto de
correrme me arañaba con saña el culo, me mordía los hombros, se subía arriba y
me cogía las pelotas con fuerza. Me montaba, me cosificaba. Y era como tener la
mejor droga sin límite. Desinhibida avanzaba mucho más en la liberación de la
mujer que cualquier movimiento feminista del último siglo. No era necesario
crear una pornografía especial para mujeres, sólo joder con fuerza sus tabúes
hasta que se corrieran.
Algún jodido vecino
golpeaba la pared, quizás quejándose del ruido. Levanté a Carla y la empotré
contra esa misma pared. Sus piernas acariciaban el vacío, el mundo giraba cada
vez más deprisa, mi erección se mantenía. Gemíamos cada vez con más fuerza,
gritos de poesía, elegías de dolor y amor. Mi lengua reptando dentro de ella,
el anillo vibrador enamorando a su clítoris displicente. Lo íbamos a conseguir.
Juntos. Sí. Sí. Sí. Empecé a
correrme, me desbordaba, como una explosión, una herida abierta, un geiser, su
coño absorbiéndome, dejándome seco. Placer sin fisuras. Seguí así varias
embestidas hasta que no pude más y caímos al suelo.
Quizás fuera amor después
de todo.
Ese Deux ex machine cerrando la escena con Carla ha sido de antología...
ResponderEliminarCuando quieres, sabes, joder....
Y...
Buena música.
Besos.
esto...
ResponderEliminar¿ hace calor aquí, no?
beso
Bienvenido de nuevo al mundo.
ResponderEliminarMe he reído tanto! Pero taaaaaanto!
ResponderEliminarGracias, mon enfant terrible.
Los vecinos no respetan tal voluptuosidad. O tienen miedo de un dios. O excesiva envidia...
ResponderEliminar