Antes de los sueños llevaba una vida
monótona: madrugar, conducir como una zombi hasta la oficina, varias horas de
trabajo hasta que llegaba la hora de la comida y calentaba mi tupperware en el
microondas, charla banal con mis compañeros, retomar el trabajo hasta las cinco
de la tarde, y luego volver a casa, quizás una visita rápida al supermercado
para hacer algo de cena decente o, si el cansancio no me lo impedía, quedar con
alguna amiga o tener alguna cita con alguien decepcionante de Tinder con el que,
a pesar de todo, terminaba acostándome solo para sacudirme el sopor de la
semana. Tampoco es que el fin de semana supusiera demasiada novedad en mi vida,
de hecho, lo aprovechaba para descansar, llenar la nevera, limpiar un poco mi
casa y ponerme al día de todas las series de Netflix que seguía. También iba
cada dos semanas a una psicóloga, un par de compañeras de la oficina me lo
habían recomendado, y creía que hablar con alguien me ayudaría a librarme de mi
sempiterna desidia vital, aunque de momento no había conseguido ningún
progreso.
Fue hace
dos meses cuando tuve mi primer sueño lúcido. Estaba en un avión, no sabía el
destino ni por qué estaba allí, pero lo aceptaba con normalidad, como quien
entra al cine a mitad de la película e intenta llenar los huecos de la historia
sobre la marcha. A pesar de las turbulencias hablaba con mi compañero de
asiento con tranquilidad. Era un hombre maduro, de pelo corto, con bastante
canas en las sienes y barba de dos o tres días; las gafas de pasta negra
pasadas de moda le daban un aire intelectual muy atrayente, también su forma descuidada
de vestir, como si hubiera cogido cualquier cosa del armario sin prestar
demasiada atención. Pero lo mejor era su voz, me tenía fascinada, era profunda,
varonil, pero a la vez suave y aterciopelada; además, hablaba de forma pausada,
sin estridencias.
En mitad
de un silencio cómodo me sonrió y dijo que era un maleducado, que ni siquiera
se había presentado. Cuando me dijo que se llamaba Marcos me dejó descolocada,
pero no debió de notarlo porque enseguida me preguntó si era la primera vez que
iba a Nueva York, que esperaba que hubiera cogido ropa de abrigo porque en
septiembre hacía bastante frío. Tuve un pálpito y cogí uno de los periódicos que había repartidos por todos los asientos:
sí, la fecha coincidía, desde luego era un sueño muy retorcido, pero seguí
hablando sin mostrar nerviosismo. Sí, le
contesté, era la primera vez, llevaba mucho tiempo planeando este viaje, aunque
ahora ya no me hacía tanta ilusión. Me observó con intensidad, con un silencio
discreto, y noté que me ruborizaba ligeramente. Mi primera impresión había sido
acertada: era un hombre con un atractivo especial, y tenerle tan cerca
despertaba mi lado más juguetón y sensual, tenía ganas de coquetear con él, de
implicarle en ese juego de seducción, tan en desuso hoy en día, en el que cada
gesto, mirada o comentario tiene connotaciones sexuales, aunque luego no
quieras hacer nada.
Dos horas
después, aunque quizás no tardé tanto en decidirme, la percepción del tiempo en
el sueño era imprecisa, estábamos follando en los baños del avión. En la vida
real nunca me hubiera planteado algo así, era bastante puritana, pero la
impunidad del sueño me desinhibía, y el morbo de la situación provocó que, a
despecho de la mediocridad sexual de mi vida real, me corriera con intensidad
un par de veces. Nada más terminar
y cuando todavía me estaba recomponiendo la ropa, el avión empezó a caer con
mucha velocidad, taponándome los oídos. Dentro del baño escuchábamos los
gritos, y la histeria del resto de los pasajeros; observé a Marcos, pero aunque
percibía la inquietud en su mirada, no parecía asustado. Quise
despedirme, pero solo me dio tiempo a darle un beso antes de que nos estrelláramos
contra una de las Torres Gemelas.
Cuando se lo conté a mi psicóloga me aseguró con displicencia que
no tenía importancia, seguramente me había sugestionado con algún documental, y
sugirió que tomase melatonina e hiciera un poco más de ejercicio antes de
acostarme. Salí un poco decepcionada por su falta de intuición, y eso que
llevaba yendo a su consulta más de dos años. Sí que tenía importancia, sobre
todo porque era la primera vez que tenía un sueño erótico con alguien que no
fuera mi hermanastro, mi primer y único gran amor, el cual, curiosamente,
también se llamaba Marcos.
Todo comenzó cuando tenía trece años, mi madre se
había vuelto a casar y nos mudamos a la casa de su nuevo marido, y fue allí donde
conocí a Marcos. Él tenía diecisiete años y, aunque suene tópico, era diferente
a todos los demás chicos, no solo porque le gustaba escribir poesía, o actuase
de forma impecable en su papel de hermano mayor responsable y atento, sino
también por su forma de existir, de moverse, sus extrañezas, las opiniones que
dejaba caer en nuestras conversaciones sobre arte, música o cine, y que yo
memorizaba para intentar atrapar esa pequeña parte de su universo. También me
atraía su obsesión por vestir casi siempre de negro, por esconder un cuerpo
perfecto y musculado detrás de una lánguida pose trágica. Eso no le impedía
ligar bastante, y yo odiaba con intensidad a todas las mujeres que aparecían
por nuestra casa, aunque se aburriera de ellas a las pocas semanas y su
recuerdo se redujera a unos cuantos mensajes desesperados en el contestador. Mi
madre a veces le amonestaba, decía que las utilizaba, que no sabía
comprometerse, pero yo le justificaba: ninguna estaba a su altura, nadie lo
estaba.
Aún
recuerdo con viveza aquel fin
de semana: me despertó de madrugada el ruido de la ducha y salí adormilada
de
mi habitación; la puerta del baño estaba entreabierta, seguramente había estado
de fiesta y quería despejarse. Me apoyé en la puerta y le observé, era la
primera vez que veía a un hombre masturbándose y su efecto en mí fue inmediato:
algo oscuro y ardiente se extendió por todo mi cuerpo, quería entrar ahí,
necesitaba que me poseyera, que extirpase a la niña y me convirtiera en una
mujer. Tuve que clavarme las uñas en las palmas de las manos para controlarme,
pero no pude evitar seguir ahí, quieta, fascinada, observando durante unos
minutos más cómo se tocaba, de esa forma tan brutal y mecánica que tienen los
hombres, hasta que empezó a gemir con una sensualidad que me hizo temblar de
placer. Y tal vez fue mi imaginación, quizás ni siquiera sabía que estaba ahí,
pero entonces giró la cabeza para mirarme y sonrió, lo que me sacó de mi
estupor y me hizo salir corriendo hasta mi habitación y cerrar la puerta. Al
día siguiente, cuando coincidimos en el salón, no capté ninguna mirada, ningún
gesto que revelase nada, pero ese recuerdo estuvo conmigo a partir de entonces todas
las noches, ensortijado entre mis dedos húmedos de lujuria.
Por
desgracia, a partir de entonces noté en él cierto distanciamiento, como si se
sintiera incómodo en mi presencia; en muchas ocasiones quise hablarlo, pero no
sabía qué decirle, cómo expresar mis sentimientos; me sentía una niña a su
lado, no quería que se riera de mí. O tal vez yo no tenía nada que ver con su
cambio de actitud, quizás se sentía insatisfecho con su vida, desubicado. En
cualquier caso, a los pocos meses anunció a toda la familia que le habían
concedido una beca para estudiar en Nueva York y que había decidido aceptarla. Me
quise morir, fue algo horrible, de vivir juntos pasamos a solo vernos en las
fiestas familiares; y lo peor es que me sentía culpable, como si en cierta
forma yo hubiera provocado todo esto. Seguí obsesionada con él durante toda mi
adolescencia, y aunque tuve algún novio, eran relaciones muy superficiales, le
tenía tan idealizado que era imposible que nadie pudiera desplazarlo de su
altar.
Pasaron
los años y un día, de forma sorpresiva, ni siquiera le había visto las últimas Navidades,
me llamó y me invitó a ir a verle. Yo iba a cumplir dieciocho años a finales de
ese mes, y me dijo que ya había hablado con nuestros padres, y que él se
encargaría de recogerme en el aeropuerto y hacerme de guía turística; además,
añadió de forma criptica, me lo debía, ya era hora de que viviera una pequeña
aventura. Casi me desmayo de la emoción: la siguiente semana fue una locura
entre hacer las maletas, solicitar el pasaporte y, lo reconozco, resucitar
viejas fantasías. Ya no era una niña, y necesitaba darle un sentido a nuestra
historia, y qué mejor lugar que allí donde nadie nos conocía y éramos libres de
hacer cualquier cosa. Sin embargo, un día antes de coger el avión recibí otra
llamada que cortaría mi vida en dos: Marcos había tenido un accidente de coche
y había muerto horas después en el hospital. Lloré durante semanas, meses,
apenas comía, apenas vivía. Me regodeaba en el dolor, un dolor tan punzante,
tan extremo, que mi familia, desbordada por la preocupación, estuvo a punto de
internarme en un psiquiátrico. Comencé a tomar antidepresivos, una dosis
bastante alta, la única forma de anestesiarme; después, por pura supervivencia,
intenté esconderme en otros cuerpos, en otras drogas, en una vida cauterizada y
sin sentido, pero que, a fin de cuentas, era la única vida que tenía.
Hasta que,
doce años después, empezaron estos sueños. El primero fue el del avión, pero luego
he tenido más, todos más o menos parecidos. El escenario cambia, puede ser un
tren, un autobús, un edificio, una cafetería, pero siempre estamos Marcos y yo,
conversando tranquilamente, ajenos a todo lo que acontece a nuestro alrededor,
como si hubiéramos sido amantes hace muchos años y ahora intentásemos compensar
el tiempo perdido redescubriéndonos el uno al otro. Y al poco rato, de forma
ineludible, él, yo, o incluso los dos a la vez, insinuamos con una sonrisa
procaz que ya ha llegado el momento, y nos metemos en cualquier lugar para
hacer el amor, siempre como preámbulo de la muerte, porque todos los sueños
terminan igual: un atentado, un accidente, un incendio, un terremoto, e incluso
un tsunami arrasándolo todo.
El
problema es que cuando me despierto, totalmente mojada y con agujetas en las
piernas, la vida real me parece insustancial y aburrida. No tengo ganas de ir al trabajo, ni de hacer nada, es como si vivir
solo tuviera significado cuando sueño con él. Nadie había conseguido
superar el fantasma de Marcos, ni me había susurrado en catalán que mataría
monstruos por mí. Pero tengo miedo, ¿por qué siempre termina todo en accidentes
mortales, es una metáfora freudiana sobre el orgasmo? ¿Por qué tengo la
sensación de que él es real, de que estoy soñando dentro de su sueño, o él
dentro del mío, qué sucedería si pudiéramos vernos en persona?
El solo
hecho de reflexionar sobre todo esto me está volviendo loca: solo son sueños,
sublimación onírica de mi vacío afectivo, del dolor sin cicatrizar que me produjo
la muerte de Marcos en mi adolescencia. Joder, tengo treinta años, debería ser
más racional, mantener la compostura y, si es necesario, volver a los
antidepresivos; lo que no puedo hacer es dejarme llevar por mis fantasías,
comprar un billete de avión y presentarte en Barcelona a una cita con alguien
con el que sueño, eso es completamente absurdo. Pero aquí estoy, paseando
nerviosa a las once de la noche por la plaza de Sant Felip Neri, dándole
vueltas a todo, pero también dudando de si el conjunto de suéter rojo y falda
de cuero me favorece o tendría que haber elegido otra cosa. No sé qué me da más
miedo, si el hecho de que él venga, o que intenten avasallarme un par de
ingleses borrachos.
El sonido
de unos pasos a mi espalda interrumpe mis reflexiones, sea quien sea se acerca
hacia mí con decisión. Estoy tan nerviosa que no me atrevo a girarme. De pronto
su voz, la misma voz de mis sueños, tan parecida a la de Marcos, penetra en el
silencio de mi vida: “¿Irene, eres tú?".