Cierro los ojos e imagino su cara surcada de cicatrices, sus ojos como rendijas, la nariz de borracho irredento:
- Qué tal capullo indolente, hace tiempo que no brindamos por la futilidad de la vida –abro los ojos y le veo ahí, alzando su botella y dando un buen trago, hablándome con ese característico acento californiano, lento y exasperante, que tan bien conozco de sus grabaciones-, y bien, ¿qué te sucede ahora? siempre estás lloriqueando, ¿ya no estás con Carla? Joder, ¿Y? Hay más, muchas más, esperando con sus coñitos prietos a que vuelques toda tu hombría, tu cerebro y tu dignidad dentro de ellas. Joder, ellas siempre sobreviven, somos nosotros los que tenemos problemas para seguir adelante. Pero eso ya tendrías que saberlo, vamos a lo importante, ¿quieres hacerme la competencia?
- Nunca estaré a tu altura Chinaski –él cabecea ante mi afirmación y sigue bebiendo-, pero sí, quiero escribir una novela. Sin embargo es demasiado para mí, estoy atascado, no sé cómo continuar. Alejandro tiene razón, soy demasiado inconstante, nunca termino nada, quizás he empezado demasiado tarde, quizás debería intentar algo más sencillo, relatos por ejemp…
- Bah, vuestra generación está demasiado mimada, os pensáis que todo tiene que ser fácil y rápido –me interrumpe Chinaski con voz agria-, las cosas importantes solo se consiguen con dolor, sacrificio y una puta e insana obsesión. Mucho antes de que ese bastardo sobrevalorado de Kerouac aprendiera a leer yo ya había dejado la universidad y estaba haciendo el camino con veintiún años. No me importaba ser un vagabundo y dormir en la calle si eso me permitía vivir la vida real y autentica y luego poder escribir sobre ello, no esas mierdas edulcoradas, finas y vacuas que estaban de moda entre las editoriales y que…
- En esto tienes razón, nada ha cambiado desde que tú…
- ¡Cállate y escucha, ya sé que tengo razón! Llevaba varios años así cuando llegué a Atlanta. Había adelgazado casi treinta kilos, créeme cuando te digo que estaba al borde la inanición. Llegué a esa puñetera ciudad y, como en las demás, no conocía a nadie ni tenía trabajo ni dinero. Fui a la zona barata, ya era de madrugada y todo estaba ocupado. Solo llevaba una fina camisa blanca y empecé a tiritar de frío. Intenté guarecerme en una iglesia, pero estaba cerrada. Al final conseguí alquilar por un dólar y medio un chamizo de cartón alquitranado. La puerta colgaba de un gozne, el suelo era de tierra y estaba cubierto de periódicos a modo de alfombra. Había una cama sin sábanas. No había luz, solo una lámpara de queroseno. La encendí, pero enseguida se acabó el carburante y se apagó. El excusado exterior no tenía asiento y parecía hundirse kilómetros en la tierra. Escribí varias cartas esa noche a los pocos conocidos que podían ayudarme, diciéndoles que había cometido un error, que estaba muerto de hambre y atrapado en una barraca gélida en una ciudad extraña. También escribí una larga carta a mi padre confesándole que no tenía dinero para comer y que solo quería el dinero justo para comprar el billete de autobús de vuelta a Los Ángeles. Eché las cartas al correo y esperé durante largos días y largas noches, confiando en una respuesta caritativa. Había llegado a una suerte de nadir, la salud y el coraje empezaron a esfumarse poco a poco; y llegó una noche en que todo se desmoronó y aparecieron el miedo, la duda y la humillación.
Chinaski se interrumpe y echa otro trago a la botella. Mira al vacío embriagado por su propia narración.
- Tenía una barra de pan de molde y tomaba una rebanada al día acompañado por un bocado a una barrita de dulce marca Payday. Había tocado fondo. Una noche me percaté de que había un grueso cable eléctrico pelado colgando del techo, supongo que antes estaba conectado a una bombilla, pero la instalación había desaparecido hacía mucho tiempo. Mis impulsos suicidas me hicieron alargar la mano para agarrarlo. Veía desde fuera como mi mano se acercaba a ese cable, sin saber si había corriente o no. Pero entonces me fijé en los periódicos del suelo. Llevaba varios días sin escribir, lo último había sido esas cartas y ya no tenía más papel, pero caí en la cuenta de los amplios márgenes que rodeaban el texto escrito en los periódicos. Aparté la mano del cable, era muy poco probable que tuviera corriente, pero lo importante es que aunque persistía el impulso suicida, el deseo de escribir lo había anulado. No es bueno abandonar, siempre existe una luz minúscula en el infierno más oscuro. Salí al umbral de la puerta abierta, tiritando a la luz de la luna, y fui llenando un margen tras otro. Cuando me sentí un poco más tranquilo alcé la vista, enfrente tenía, a pocos metros, la casa de mi casera, veía el resplandor de su chimenea por su ventana. Yo era escritor, aunque nadie leyera lo que escribía y no quisieran publicarme. Pero en mi fuero interno estaba convencido de que había otra forma de escribir, fuera de las normas establecidas. Yo tampoco tenía en aquel momento ni pareja, ni amigos, ni dinero. Pero seguí adelante.
Chinaski agarra de nuevo la botella y da otro largo trago. Sé cómo sigue la historia. Consigue volver a los Ángeles enrolándose en una cuadrilla ferroviaria y vive en casa de sus padres durante un tiempo. Cuando se recupera vuelve a irse, y poco después conoce a Jane en un bar, una de las relaciones más importantes y dolorosas que tuvo, y se va a vivir con ella. Lo más curioso de este periodo de diez años es que no escribe nada. Diez años de silencio, sin intentar publicar. Le derrotaron el hambre, los vagabundeos y, sobre todo, los rechazos de las revistas. Pero todo cambia cuando está a punto de morir con treinta y cinco años de una úlcera sangrante.
- Ah, sí, esa historia es de mis favoritas. Los médicos me dejaron agonizando en un sótano oscuro, una especie de sala de desahuciados, durante dos días. Fue horrible. Según escuché decir a una enfermera de ahí salía vivo uno de cada cincuenta pacientes. El ascensor al depósito de cadáveres estaba muy activo, trasladaban a tres o cuatro cada noche. Tuve suerte y el tercer día descubrieron que mi padre tenía abonos de sangre y empezaron con las transfusiones. Sobreviví y el doctor, antes de darme el alta, me advirtió que si volvía a beber moriría. Al principio me contuve, pero a las dos semanas ya estaba bebiendo como antes. Pero lo importante es que de alguna forma... renací. Me sentía distinto. Me compré una máquina de escribir de segunda mano y volví a escribir. Pero mis dedos ahora acariciaban el poema, creaban una especie de charla de bar, sin lírica ni canto, pero real. Sentía que la vida me había dado una segunda oportunidad para abrazar mi destino y, en ese impasse de diez años, de forma inconsciente, había encontrado mi estilo propio, lo que me definía y diferenciaba de todos los demás. Y siempre que volvía el anhelo del suicidio, cada vez que bebía demasiado, o quería tumbarme por la noche en mitad de la carretera deseando que pasara un coche y acabara con todo, cada vez que volvía del trabajo con todo el cuerpo dolorido, odiando cada una de las horas que había perdido por una miserable paga... volvía ese resplandor, volvía esa necesidad de alejar la mano del cable, de levantarme de la cama y dejar algo por escrito. Pero no te equivoques: no soy ningún héroe al que admirar. Solo tuve la suerte de encontrar algo que me hacía feliz, por lo que merecía la pena luchar y seguir adelante, a pesar, muchas veces, de mí mismo.
Se levanta me pone la mano en el hombro y se despide
- La inmortalidad está sobrevalorada, intenta encontrar tu camino y sigue adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario