El ruido del
ordenador escancia la lluvia tras la ventana, el escenario es la botella de
vino y magulladuras en la pared. Rorschach pasea sus dedos por encima del
teclado. Teclas gastadas, como cuchillas presionando la piel del accidente
existencial, descubriendo su soledad de ascensor estropeado. Hermosa
decadencia. Debería de teclear con más cuidado, no quiere revivir el ciclo de
ambulancias y suturas de emergencia. Pero tampoco quiere ser un fraude y eliminar
su sordidez escondiéndola debajo de una alfombra con forma de espejo.
El
escritor es cobarde por definición, sublima, fabula, increpa a la realidad
intentando acomodarla a sus maniqueísmos. Y con el sexo sucede lo mismo. Está
harto de coños carentes de imaginación. Todo acaba en un orgasmo triste,
convaleciente, siete segundos de inconsciencia hasta que la inercia universal
te regurgita de nuevo. Sabe que existe algo más, pero todavía no lo he
encontrado. Y sigue tecleando, describiendo esa zona muerta, opaca, entre el
cliché de princesita y la necesidad de sexo salvaje. Remonta la botella e
intenta huir de su frustración estrellando poemas contra los muros sordos que
le rodean.
La otra
protagonista es Carmen. Pies de geisha y voz de susurro. Talante callado,
introspectivo, en sus ojos azules cabe un mundo entero. Su pelo cambia de color
cada dos semanas y no suele llevar sujetador. Sus brazos tienen marcas,
recuerdos, arrugas en el alma, el dolor como forma de placer. Conoce a
Rorschach a través de internet. Nada importante, un par de correos,
confidencias, palabras al teléfono. Van intimidando y creando una extraña
sensación de empatía, como si él pudiera leer las líneas maestras de su cerebro
y aceptarlas sin más. Es tan liberador que se deja llevar. Después de un mes él
ya quiere hacer de ella su reina y su puta. Le dice que está tan jodidamente
loca que quiere embestir su alma hasta que peonías de semen colapsen sus
arterias. Dice que harán una orgía con todos sus monstruos, que llenará el
vacío de todos los secretos que le ha desvelado. Carmen siente que todo es
verdad y mentira a la vez. Y hunde un alambre muy, muy fino en su piel para
poder besar cuando todo pase la cicatriz con su nombre.
El autobús llega. Carmen le ve ahí,
arrugado contra la pared, un libro en la mano, alto, negro cuervo, observando con displicencia
a la gente de tu alrededor. Tanto tiempo esperando, y ahora tan cerca, a unos
pocos pasos de su primer encuentro. Se siente invadida por el pánico, casi
tropieza al bajar. Rorschach sonríe de forma cálida e insinuante y abre los
brazos para recibirla. Maldito tramposo. Se siente en celo teniéndole tan
cerca, y cuando su mano baja insinuante por su espalda no puede resistirlo y le
besa. Otra promesa incumplida.
Al llegar a tu
casa todo continúa. Se miran fijamente, hay ruido en sus miradas. Se notan a
través de la ropa y las heridas, se hacen preguntas en silencio acercándose con
una lentitud que hubiera dolido a cualquiera. Rorschach mete la mano entre sus
piernas jodiendo el espacio de su coño, abriendo su infinito, respirando dentro
de ella. Se besan.
A Rorschach le
encanta follarse su boca con violencia, domesticar su mirada. A Carmen sentirle
entre las piernas, como lame, hiere, succiona, besa todo su coño hasta que
océanos ahogan su clítoris y la envilecen por completo. Rorschach se enamora de
cómo cambia su cara cuando se la mete por primera vez. Carmen aprieta más y
más, maceran juntos frases cortantes llenas de perversión y amor insoslayable.
Horas de placer, antesala del infierno. Pero eso no importa: ahora son felices
follando como animales mientras el siseo del gas hace los coros entre las
sombras, al borde del abismo, a punto de caer. Y a pesar de ello, aferrados el
uno al otro.
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