Sé que acabaremos en la
cama en cuanto hablo con ella por teléfono. El hedor de la soledad compartida.
El coqueteo en el timbre de la voz. Me la imagino tocándose el pelo mientras ríe
por mi broma procaz. Somos patéticos. Pero somos. Y ahora que vuelvo a estar
solo el trámite del luto aguerrido y responsable no me parece la mejor opción,
quiero sexo, echar un polvo. Y ella también. Sólo tenemos que concretar los
detalles. Cuándo. Dónde. Qué marca de cervezas.
Ella es más guapa de lo
que pensaba. La conversación fluye. Pero noto un sutil aburrimiento, el olor
rancio de la pantomima. Intento disimular. Terminamos las bebidas y subimos. Ni
siquiera nos tocamos en el ascensor. Se nota que no suele hacer esto a menudo. Entramos
en la habitación, ella se sienta en la cama y mira a su alrededor. La estoy
decepcionando, necesita que sea yo quien lleve la iniciativa, el patriarcado cultural
y sus secuelas. Me siento a su lado y acaricio su espalda. La miro, nos
besamos. La libertad del momento empieza a excitarme, nos desnudamos poco a
poco, como si quisiéramos observar la escena desde fuera. Ella verbaliza lo que
ya he intuido: es la primera vez que hace algo así. Hago una broma, el ambiente
se distiende, me sirvo una copa del mueble bar, ella se mete en la cama. El
sexo es algo rudimentario, una tosca necesidad impuesta por la naturaleza. Pero
podemos convertir el desasimiento en arte, trascender en el placer todo nuestro
condicionamiento.
Jugamos en la cama, está
muy excitada. Marta me agrada pero me doy cuenta que no tengo ganas de follar.
Quizás estoy deprimido, quizás necesitaba sentirme deseado, ratificar mi
existencia, sentir que no soy invisible. Ella nota mi titubeo, pero el alcohol alienta
sus necesidades y empieza a chupármela. Eso es algo que me encanta, incluso más
que follar, como un resorte refuto mis dudas y empiezo a follarme su boca.
Quizás hace una década se quejaría, pero ahora ve normal el abuso, estar
rodeados de tanta publicidad con ese hálito a pornografía blanda nos hace más
proclives a asumir que el sexo duro, caníbal, cosificador, es lo normal, e
incluso lo exigible. Lo sé: divago demasiado.
Estoy a punto de correrme
y la obligo a parar. Empiezo a besarla y bajo hasta sus muslos, me acomodo y
empiezo a estimular su punto G mientras le acaricio con la lengua el clítoris.
Lo del squirting es gracioso, la mayoría de las mujeres ni siquiera saben
identificar más allá de “molesta sensación de querer ir al baño” lo que, con un
poco de paciencia, puede ser el mejor orgasmo de sus vidas. Me tomo mi tiempo,
no creo que pueda conseguirlo a la primera, pero ahí llega el premio, esas
pequeñas sacudidas, su mano agarrándome del cabello, como arquea la espalda.
Sí, sí, sí. Su orgasmo me baña los
dedos de amor y dopamina. Pero mi generosidad tiene un precio.
Empiezo a follármela intercalando
penetraciones lentas y cálidas con otras más bruscas mientras le aprieto el
cuello con fuerza. Caricias. Dolor. Sumisión. Placer. La belleza está en el
cerebro y en la improvisación del juego. Marta responde bien. Me animo, le
sujeto las manos por encima de la cabeza y empiezo a follármela con brutalidad.
Quiero que mi lenguaje le hiera y le excite a la vez. La obligo a sentirse como
una pequeña puta indefensa. Usada. El placer es una buena coartada para los
dos. Las roles fluyen: la puta y el cliente, la zorra que necesita una lección,
la mujer a punto de casarse mientras los invitados esperan en la habitación de
al lado, la sumisa que suplica atenciones. Violentada. Abusada. Huérfana.
Cuando ella se pone arriba los roles cambian. Ella es la reina y su coño es ley.
Una bella dominatrix que exige y esclaviza a su puto con sadismo.
La carne como campo de
batalla, sus pezones golpeando mi boca, sus manos abriendo surcos de violencia
en mi piel. Me la follo por detrás sin importar nada, mi polla es un cuchillo
que nos asesina en cada embestida. Tiene que haber pasión, odio, amor,
sinergia. Todo consensuado pero mutando los limites preestablecidos para
violentarlos y difuminarnos en ellos.
Me corro. Ha sido casi
perfecto. Casi. Ahora ya no es necesario nada más, todo sobra. Soy un fantasma que
atraviesa su carne y desaparece. Estoy castrado. Eunuco. Nos dedicamos unas
palabras. Nos duchamos. Marta parece feliz. Quiere seguir engañando a la muerte
intentando cortejar las migajas que estén a su alcance. Me parece bien. Nos despedimos
con ridícula cortesía. Antes de que doble la esquina ya estoy bloqueando su
número. Quizás ella esté llamando a su marido para saber si va a recoger a los
niños a la guardería. Los caimanes siguen cantando. Las amapolas de mi pecho
están muertas. Alguien brinda sobre los restos de una palabra herida, adelante,
adelante, adelante, cargad con vuestras bayonetas de plomo, aullad, no queda
más que eso, nada importa, todo sigue girando en su eje podrido y oliendo a
quimera frígida. El párrafo se muere y yo no puedo hacer nada por evitarlo.
Cuando la carne se sacia, solo queda el momento.. el resto es puro vacío
ResponderEliminarUn placer leerte sabes bien de lo que hablas..
besos
esos momentos de "muerte chiquita", donde nos perdemos (no en un túnel de luz) en ese fabuloso vuelo del placer a tocar el cielo con las manos.
ResponderEliminarMuy bueno
saludos
carlos
Me ha puesto triste. Yo qué sé.
ResponderEliminarMuy bueno.
Un beso.
La belleza está en el cerebro y en la improvisación del juego...
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