Ayer por la noche un amigo me avisó de que Izumi Matsumoto, el autor del
manga Kimagure Orange Road de enorme éxito a finales de los ochenta, había
fallecido. Me dio mucha lástima, sobre todo porque había tenido la oportunidad
de conocerle en persona, fue en 2010, le habían invitado al XVI Salón del Manga
de Barcelona y me sorprendió que se mostrara en la ronda de preguntas tan
amable, sincero y humilde. Unos días después investigué sobre su vida y
descubrí que llevaba sin dibujar desde 1999 porque sufría de fuga espontánea de
líquido cefalorraquídeo, lo que le provocaba unos terribles dolores de cabeza,
lo que le obligaba a pasar ingresado en el hospital varias semanas debido al
dolor; tardaron casi cinco años en darle un diagnóstico, lo que sumado a otras complicaciones
posteriores de salud acabaron con su carrera como dibujante.
No pensé mucho más en ello y me acosté enseguida, aunque resulte insensible
decirlo las noticias de fallecimientos de gente famosa son demasiado habituales
en esta pandemia. Sin embargo, una parte de mi cerebro se negaba a descansar,
en realidad, sí me había afectado la noticia, y en un rapto proustiano que
agudizó mi insomnio comencé a recordar los años en los que estuve obsesionado
con la serie. De hecho, si tuviera que elegir una palabra para hablar de esa
época escogería soledad. Y es que ser hijo único, sobre todo cuando tu familia
es totalmente disfuncional y estás demasiado aislado, resulta bastante
complicado. Por fortuna tuve una de las mejores formas de escapismo del mundo:
la televisión. Mi infancia y parte de la adolescencia se fundió en escenas de
películas que veía una y otra vez: un gremlin explotando en el microondas, Han
Solo respondiendo Lo sé antes de quedar congelado en carbonita, una canción de
Leonard Cohen sonando en una emisora ilegal de radio, Rocky ganando el combate
de su vida, Jack Nicholson volando sobre el nido del cuco, los westerns de
Sergio Leone, el baile sensual de Gilda, Conan cortando cabezas, Paul Newman
comiendo cincuenta huevos, Sherlock Holmes resolviendo los crímenes de Jack el
Destripador, Humphrey Bogart en un aeropuerto lleno de niebla, el macarra con
corazón alzando el puño mientras suena Don't You (Forget About Me) o Dante y
Randal discutiendo sobre Star Wars; incluso en Navidades tenía mis favoritas,
destacando la que protagonizaba James Stewart que terminaba llorando de emoción
rodeado de su familia y amigos.
Pero con catorce años lo que más me
marcó fue devorar todas las series de anime que emitieron en Tele 5 y Antena 3
a principios de los noventa. Podría citar miles, como Ranma ½, Caballeros del
Zodiaco, Oliver y Benji, Transformers, City Hunter, Rurouni Kenshin o
Bateadores, pero hubo una que se grabó a fuego en mi memoria: Kimagure Orange
Road. Se emitía a diferentes horas, sin un criterio de programación serio, de
hecho, ni siquiera pude ver el final hasta un par de años después, pero sus
episodios solían ser autoconclusivos y la base argumental, muy sencilla de
seguir, giraba en torno al triángulo amoroso de los protagonistas: Kyosuke, un
muchacho tímido e indeciso que acaba de mudarse a una nueva ciudad y que tiene
multitud de poderes -telequinesis, viajar en el tiempo, cambiar de cuerpo,
hipnosis, teletransportación-, los cuales solo le sirven para meterse en problemas
todo el tiempo; Hikaru Hiyama, una chica jovial y alegre un año más joven, que
se enamora perdidamente de él; y, por último, Madoka Ayukawa, de personalidad
reservada y fría, que mantiene durante la serie una lucha interior entre su
amistad con Hikaru y los sentimientos crecientes hacia Kyosuke. Hay muchos
secundarios que enriquecen la historia, como las hermanas pequeñas de Kyosuke,
Manami y Kurumi, amigos de instituto e incluso rivales en el amor de las
protagonistas.
Además de su mezcla perfecta de romanticismo, comedia y ciencia ficción la
serie destacaba por el diseño de personajes de Akemi Takada, que en aquel
momento estaba en el cenit de su carrera, sobre todo por el magistral trabajo
que realizó con Madoka Ayukawa, mejorando el dibujo de Izumi Matsumoto y
consiguiendo transmitir su fascinante y carismática belleza. Como curiosidad,
su apellido lo componen dos kanjis: ‘ayu’, que es un pequeño pez plateado, y
‘kawa’, literalmente río; el reflejo de esos peces en los ríos produce que a
veces el agua brille como la plata y después oscurezca su tono, metáfora
perfecta del carácter ciclotímico del que hacía gala. Izumi Matsumoto consiguió
crear a una de las primeras chicas tsundere de la historia del manga japonés,
un personaje femenino cuyo comportamiento al principio es frío y hostil, pero
que según avanza la serie iba desvelando su lado más tierno y sensible. Madoka
atrae y fascina a Kyosuke desde su primer encuentro, pero también el espectador
cae en su influjo, y no solo por su acusado sentido de la justicia, su pasado
de pandillera, la melancolía con la que toca el saxofón o su feminismo
autosuficiente, sino también por cómo en ocasiones se desprende de su coraza y
se muestra frágil e insegura ante sus propios sentimientos, por ese romanticismo
que permea muchas de sus excesivas reacciones y, en resumen, por su perfecta
imperfección.
Supongo que hablar con tanto entusiasmo de un personaje de anime no me deja
en buen lugar, pero, seamos sinceros, ¿nunca habéis deseado cuando erais
jóvenes que vuestro personaje literario favorito, o el protagonista de alguna
película, existiera de verdad? ¿Nunca os ha fascinado la magia que desprenden
algunas historias, que parece llegar a tu vida en el momento adecuado, hasta el
punto de sentirlas más reales que todo lo que te rodea? Pues así me sentía yo
cuando descubrí la serie en mi primer año de instituto, y quizás eso explique
en parte por qué me afectó tanto lo que sucedió más tarde con Marta, una
compañera de clase. Lo primero que tengo que indicar es que Marta parecía una
encarnación viviente de Madoka: el pelo largo negro azabache, ojos verdes, más
alta y voluptuosa que sus compañeras; y, por si todo lo anterior no fuera
suficiente, practicaba taekwondo y quería ser médico forense, una sublime
excentricidad. El flechazo fue brutal, no podía dejar de fantasear con ella,
pero, aunque me tenía completamente idiotizado, era incapaz de decirle nada en
clase. Por suerte, a los dos meses de comenzar el curso, Sara, otra compañera
de clase con la cual sí me relacionaba, me invitó a su cumpleaños, y acepté
cuando me enteré de que Marta también pensaba ir.
Llegó el deseado viernes por la tarde y, después de acicalarme con esmero,
salí a la calle dispuesto a afrontar el desenlace que, en mi cabeza, sería
igual que en las películas románticas de los ochenta que tanto me gustaban: con
una explosión de fuegos artificiales iluminando el beso de los protagonistas.
Cuando llegué al bar donde habíamos quedado antes de irnos a cenar, ante la
ausencia de Marta decidí infundirme algo de valor pidiendo un cóctel con
alcohol. Me lo bebí con ansiedad, pero al terminarlo solo noté un regusto
azucarado en el paladar y, con cierta inconsciencia, pedí otro. Como era de
esperar a la media hora el efecto del alcohol me provocó una verborrea
impudorosa, y arrastré a Sara a un rincón del local para contarle todas mis
infantiles ensoñaciones. Ella era buena chica, pero llegó un momento en que su
paciencia se agotó y me interrumpió:
Sara: Siento
ser yo quien te lo diga, pero Marta está saliendo con Carlos.
Rorschach: ¿Carlos? -repetí atontado, como si no acabase de creérmelo.
Sara: Sí,
desde hace un par de meses -repitió tajante.
Todas mis fantasías fueron pulverizadas en un instante y me quedé aturdido:
Carlos era el repetidor de la clase, el macarra, el iletrado que fumaba porros,
orgulloso de su falta de cerebro, ¿qué podía ver Marta en él? Era imposible, no
estaba a su altura, no era nadie. Empecé a encontrarme mal, necesitaba salir de
ahí, pero al levantarme el alcohol me subió de golpe y pagué las buenas
intenciones de mi anfitriona vomitando encima de sus zapatos. Me limpié como
pude la boca con unas servilletas mientras intentaba disculparme, pero justo en
ese momento apareció Marta y, al darse cuenta de la situación, me señaló con
asco y comenzó a reírse. Una intensa vergüenza me inundó, y en lo único que
pude pensar mientras veía como se acercaba enfadado uno de los camareros, es
que mi vida era una película de bajo presupuesto, con un actor fracasado en el
papel principal y un guión torpe y cruel.
Ese desengaño me afectó mucho, no supe relativizarlo y convertirlo en una
mera anécdota. Y no es que no hubiera sufrido rechazos antes, pero algo en el
ridículo de mis aspiraciones, en cómo había terminado todo, me convirtió en un
resentido. Y sé que era una tontería, ¿qué me impedía pasar página e intentar
olvidarme de Marta? Incluso ahora me cuesta explicarlo, es como si al reírse de
mí me hubiera condenado a ser el Yuusaku de la historia, a resignarme a ser el
eterno secundario. Creo que entendí demasiado pronto que no era un bonito y
perfecto copito de nieve: formaba parte del mismo montón de estiércol que todos
los demás, y reaccioné a esa banal epifanía adolescente arrancando de cuajo mis
ínfulas románticas e iniciando una debacle neuronal de alcohol y estupidez
todos los fines de semana que, obviamente, me alejó todavía más de la imagen
que anhelaba tener de mí mismo.
Forzando un poco la elipsis, tres años después conseguí aprobar por la
mínima el examen de selectividad y me matriculé sin demasiadas ganas en la
universidad. Lo irónico es que quizás necesitaba ese cambio de escenario porque
dos meses después conocí a una chica en una fiesta, nos acostamos esa misma
noche y comenzamos a salir. Esa primera relación tardía no tuvo nada de
romántico, y todos mis soliloquios fatalistas sobre mi papel de secundario con
trama previsible tuvieron vocación de profecía autocumplida. A pesar de ello
intenté disfrutar con un cortoplacismo frenético de la relación, pero solo duró
un año dejándome un enorme poso de decepción.
Sin embargo, no era tan fácil huir de Kimagure Orange Road, y a punto de
cumplir treinta años, después de otra estúpida debacle sentimental en Barcelona
que me había obligado a mudarme de vuelta a Madrid, descubrí una tarde en la
Fnac, por pura casualidad, que habían sacado a la venta la serie completa en
DVD; y no solo eso, la edición estaba muy cuidada, casi como si hubiera sido
realizada por fans, con postales de regalo, merchandising e incluso un CD con
la banda sonora. Pero lo más importante es que, además del doblaje en japonés,
se había realizado un nuevo doblaje en castellano mucho más meticuloso y fiel
al original, doblando incluso las canciones que servían de inicio a cada
capítulo.
Al principio no estuve seguro de querer comprarla, pero al final no pude
resistir la curiosidad, a fin de cuentas, en ese momento estaba en paro y tenía
mucho tiempo libre. Esa misma tarde comencé a verla, pero después de tres
capítulos hice una pausa y me puse a hacer la cena. La verdad es que no había
sentido nada especial, de hecho, me resultaba algo aburrida; inmediatamente
recordé una de las frases que decían al final de la película The Breakfast
Club: "Cuando crecemos se nos muere el corazón”, una forma lírica de
expresar que el tiempo nos convierte en adultos cínicos y mediocres. Pero no
tenía planes para ese fin de semana, o sea que, casi por compromiso, seguí
viendo episodios. Y no sé si fue a partir del sexto o el séptimo, pero poco a
poco comencé a dejarme arropar por esa historia que tanto me había obsesionado
cuando era adolescente, por ese romanticismo naif tan japonés, hasta el punto
de que en algunos capítulos no pude evitar emocionarme. El domingo de madrugada,
después de un maratón de casi veinte horas, terminé de ver el último capítulo
totalmente cautivado.
Cuando me fui a la cama reflexioné sobre ello: la serie había conseguido
retrotraerme a mi propio pasado, recordarme a mi yo más joven, a ese chaval que
tenía pánico al futuro, que idealizaba a las mujeres porque, quizás de forma
inconsciente, quería que le salvasen de sí mismo; ese muchacho que pasaba los
fines de semana solo ante el televisor, siendo feliz en su pequeña burbuja,
sonriendo como un idiota mientras veía una y otra vez los mismos capítulos,
justo como acababa de hacer ahora mismo, quince años después. Qué extraño
comprobar que a veces no cambiamos tanto, que solo nos escondemos de nosotros
mismos, tal vez para no enfrentarnos a nuestros miedos y renuncias.
En Japón existe la leyenda del Hilo Rojo del Destino, que cuenta que un
hilo rojo invisible, atado a los meñiques, une a las personas que están
destinadas a convertirse en almas gemelas, por eso la primera escena de la
serie -y del manga-, es tan especial: Kyosuke atrapa en el aire el sombrero
rojo de Madoka y ella, antes de despedirse, se lo regala; el sombrero es la
representación de un lazo trenzado de color rojo que ya desde ese primer
momento une el destino de los dos. Algo parecido sentí por la serie y por
Madoka Ayukawa hace ya treinta años, y ese recuerdo, por mucho que el tiempo y
mis acciones hayan embrutecido mi sensibilidad, siempre reverberará en mi
interior. Por eso gracias, Izumi Matsumoto, espero que estás líneas sirvan como
sincero homenaje a tu obra, un legado inmortal que se ha convertido con el paso
de los años en el refugio emocional de millones de personas.