sábado, 10 de noviembre de 2018

Las manos de la muerte se crispan sobre un cuerpo que no es el mío, sino la suma de todas las ausencias que me componen

La vida te ha golpeado con su sadismo enfermizo una y otra vez. La vida, esa maravillosa y mezquina broma cruel, te ha marcado con demasiados traumas inasumibles. Por eso decides tomar la iniciativa, un último acto de anarquismo libertario existencial: preparas un baño caliente, te metes en la bañera y te cortas las venas longitudinalmente, la forma más honesta de hacerlo. Mantienes firme la cuchilla contra la carne mientras la madrugada transcurre tranquila, indiferente y ajena.

Acurrucada en la bañera de agua tibia te preguntas si has tomado la decisión correcta. Todo lo que has experimentado desfila en tu mente como una película muda de director esquizoide: tus miedos magnificados hasta el placer masoquista, tus escasas alegrías minimizadas, integradas en un crisol de imágenes sin vigor. Empieza a invadirte un sopor frío, cierta languidez, ese leve mareo que el sistema nervioso envía como señal de emergencia. Sabes que no va a doler, que no durará mucho, no hay tanta sangre en el cuerpo, no atesoramos tanta vida como creemos.

Mientras el agua se tiñe de rojo reflexionas sobre lo que podrías haber sido dentro de cinco o diez años. Piensas incluso en un pequeño intruso creciendo en tu interior, devastando tu cuerpo, perpetuando más el sinsentido acumulado. Ya no habrá más besos, ni expectativas. No habrá más música, ni viento en la cara, ni dolor, dicha, enfermedad o cansancio. No más traiciones, venganzas ni ausencias. Lames parte de la sangre que recorre tu antebrazo, su gusto metálico te recuerda vagamente al vino excesivamente fermentado en barricas podridas, al útero materno antes de tener consciencia de nada.

El fin te consume como un grito silencioso, sin embargo la punzada de pánico se disuelve con un último pensamiento: el infierno seguirá mañana para todos los demás, pero para mí no. Para mí no.

Sonríes y cierras los ojos.


***

Has traspasado con el fuego líquido de tus labios una larga sucesión de cuerpos hasta llegar al mío. Dominas el arte de la angustiosa espera y conoces el cómo y el porqué. Hay un vacío embriagador en ti, algo de perversión inacabada, de placer homicida, de guerra sin tregua. A veces me sugieres una mezcla imposible de odio y veneración, de entrega y huida. A veces me das miedo y suscitas un cosquilleo homicida en las puntas de mis dedos.

Tus ojos rozan el verde oscuro en mitad del orgasmo, ojos hermosos y literarios, de loca hipersensible y vital. Tu capacidad de seducción es casi dolorosa, has sabido conjugar la inocencia perdida con la infinita ansia de depravación que solo unos pocos sabemos apreciar. Para ti deseo es realidad, no hay posibilidad de negación, no existen límites. Todos palidecemos ante tu sed de sangre, sudor y lírica. Siempre has dominado el arte de aniquilar pasiones estúpidas con un gesto seco y perfecto, con un mohín de desacuerdo, con una terca displicencia ante el proceso que nos convierte en polvo.

Te excitan las noches tormentosas, te gusta arrancarte la ropa y girar sobre la hierba del prado imaginando miles de manos tocándote, suplicando ser aplacadas por la savia de tu orgasmo. Tu naturaleza abrasiva te hace proclive a la autocombustión, ese atavismo que confirma nuestra conexión con la nada y lo imposible, con lo que sólo existe en las fantasías dictadas por nuestro deseo más furibundo. Eres, en resumen, la banda sonora de la estructura arquetípica que me envuelve y domina. El altar en el que arder hasta que, aburrida, esparzas mis cenizas contra el viento.

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